La empatía, o subsiste como un todo o
muere desmenuzada
Un día entré con mi hijo en un
mercado ─qué tendría él, ¿ocho o nueve años?─, y me dirigí a la carnicería,
donde le pedí al carnicero que me pusiera, entero, cabeza y patitas incluidas ─excepto
piel y vida porque iba para el horno─, un conejo que había en el mostrador. Mi
chaval, con la voz quebrada
entre la zozobra y la súplica me rogó: “Papá, no lo
compres, te lo pido por favor, me da mucha pena que los maten para
comerlos”. Yo le contesté con una
sonrisa ancha y alegre y con tono protector y paternal: “Hijo, tranquilo, han
nacido para eso. No pasa nada, corazón”.
Meses después, no sé cuántos, iba con
él en el coche cuando de pronto vimos un gato atropellado en el arcén que se
movía. Mi hijo, con la premura que otorga la desesperación y con la seguridad
que infunde la urgencia me dijo: “Papá, para, no está muerto, por favor, vamos
a llevarlo a un veterinario”. Y yo, sin frenar, dibujando metros entre la
agonía de aquella criatura y la angustia
de la mía, con media sonrisa que quería aparentar algo de tristeza y absoluta infalibilidad,
le respondí: “Hijo, pobre gato, me da mucha
pena pero comprende que no puedes salvarlos a todos”.
En otra ocasión, después de aquello,
al llegar a casa se nos cruzó en el rellano un ratoncillo que corría como
huyendo sin saber de qué ni a dónde pero aterrado. Mis reflejos no fallaron y
sólo me hizo falta una patada, le acerté de lleno. El bicho quedó aturdido tras
estamparse contra una pared. Aproveché su atontamiento para darle un pisotón y
rematarlo. Mi hijo posó en cada peldaño
de aquella escalera su horror y su dolor: “¡No! ─gritó─, ¿por qué lo has
matado? Era tan pequeñito y estaba tan asustado. ¿Qué mal te hizo? Eres malo,
papa”. Yo, con gesto severo y algo condescendiente le repliqué: “Hijo mío, son
asquerosos, hacen daño, no merecen vivir. Sólo era un puto ratón, por favor,
déjate de gilipolleces que ya no eres un bebé. Anda, entra en casa, coge una
bolsa de plástico, mételo dentro y tíralo a la basura, que no vamos a ser
incívicos y dejar aquí esta porquería”.
Unos par de años más tarde me llamaron
de su colegio. Les habían puesto en clase un documental sobre los niños esclavo
de las plantaciones de café en Honduras, y al acabar les pidieron escribir una
redacción sobre lo que habían visto. En la de mi hijo sólo había una frase
escrita: “Han nacido para eso”.
No hace mucho iba con él a un centro
comercial a comprarle unas zapatillas de deporte, de esas que con lo que valen
casi comería una familia de tres miembros durante quince días. En la puerta de
la tienda había un hombre de mediana edad, vestido con los restos desgastados,
a trozos roídos y bastante sucios, de una ropa sin duda más entera y limpia cuando
acudió con ella por última vez a la oficina de empleo, esa en la que le
dijeron: “Lo sentimos, pero se le han acabado las ayudas, ya ha agotado su
derecho a percibir cualquier prestación”.
Un hombre con una de las miradas más dolientes que he conocido en mi
vida. Al pasar a su lado nos dijo: “Por favor, ¿pueden ayudarme con lo que
sea?”. Mi hijo se detuvo y lo miró con una mezcla de asco y desprecio, más bajo
que aquel señor parecía contemplar desde los cielos a quien se arrastraba por
los infiernos. Se apartó un paso, como por no contagiarse, y le soltó: “Que te
den, búscate la vida, curra y no pidas limosna, desgraciao”. “¿Pero, qué
haces?, ¿cómo le dices algo así” –le pregunté sin poder creer lo que había
escuchado, su respuesta fue inmediata y contundente, no había ni asomo de compasión
ni arrepentimiento en su cara: “Papá, no se puede ayudar a todos”.
La noche pasada se presentó la
policía nacional en la puerta de mi casa. Me preguntaron si yo era el padre de
mi hijo y después me pidieron que les acompañase a la comisaría. Mi crío, que
ya no es un crío, estaba detenido como presunto partícipe en el apuñalamiento
de un homosexual. Cuando lo tuve delante descubrí en él una sonrisa de orgullo,
yo estaba desencajado física y psíquicamente y con los ojos encharcados. Le
pregunté si lo había hecho y me respondió: “Sí”. Quise saber el porqué y su
contestación fue: “era un degenerado repugnante, una aberración, dañaba el buen
gusto, la moral y la naturaleza. No merecía vivir, papá”.
Esta madrugada me ha costado muchas
horas dormirme, tantas que se me antojaron vidas, vidas perdidas, vidas
malgastadas, y cuando lo conseguí soñé con gatos, conejos y ratones, y con mi
hijo. En mi sueño esas criaturas estaban vivas y él libre, pero al despertar
esta mañana he recordado que todas ellas habían muerto y que él ha pasado la
noche en una celda. En este instante entiendo que en cierto modo yo las he
matado y que al fin he sido yo quien de alguna manera lo ha condenado. En aquel
cuchillo, sin haberlo empuñado, también están mis huellas. No las dactilares,
pero sí las morales.
“El hombre ha hecho de la tierra un infierno para los animales” (Arthur Schopenhauer, filósofo).
“Qué es eso que debe dibujar la línea insuperable? La pregunta no es,
¿pueden razonar?, ni ¿pueden hablar?, sino, ¿pueden sufrir?” (Jeremy Bentham, filósofo).
“Un niño que crece rodeado de agresión contra cualquier ser vivo tiene
más probabilidad de violar, abusar o matar a humanos cuando sea adulto” (Stephen Kellert, profesor de
Ecología Social y Alan R. Felthous, profesor de Psiquiatría Forense).
4 comentarios:
Nunca podré olvidarme de cómo cuando mi madre iba a buscar caracoles yo iba decenas de metros por delante salvando todos los que podía, cómo ponía el grito en el cielo cuando veía que un crustáceo estaba siendo hervido vivo así cuando me enteré de que los conejos que mi abuelo en su huerto encerraba en jaulas estaban destinados a ser comida, y cuando detestaba a los niños del barrio que torturaban murciélagos. Muchos creen que es una postura ética adquirida en la edad adulta. Yo, aunque comía carne porque realmente no sabía lo que era ya que me la daban cocinada en un plato, mostré esta tendencia empática hacia todo ser sintiente desde que tengo uso de razón.
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