Cuando se calle el último
villancico,
al apagarse la última bombilla que parpadea en rojo, verde o
azul,
tras el silencio que sigue a la última felicitación,
apurado el último trago del último brindis y desenvuelto el
último regalo,
más allá del último décimo del niño hecho pedazos sobre los
trozos de aquel otro que nunca fue gordo de navidad,
enmudecido el último "feliz nochebuena", el último
"próspero año nuevo" y el último "qué bien se han portado los
reyes",
después la última de las risas y de
la última de las lágrimas,
del último beso,
del último abrazo, después…
Las que permanecen, tan antiguas y tan modernas, son las mismas
injusticias.
No en todos y no por culpa de todos. No sé por la de cuántos, no
sé si por la de muchos o por la de pocos, supongo que por culpa de los
suficientes, pero las injusticias resisten junto al mismo egoísmo y la misma
estupidez que existían antes del primero, aunque probablemente ahora con más
banalidad a cuestas y seguro que con más hipocresía.
No quedan exactamente las mismas víctimas pero sí son las de
siempre, e idéntico su miedo y su dolor.
No son justo las mismas porque algunas fueron ejecutadas durante
estas dos semanas, y digo que están las de siempre porque otras nuevas vinieron
a ocupar su lugar y serán ellas las siguientes.
Para todos los seres padecer dolor sólo obedece a su sistema
nervioso, para algunos que les maten sólo es cuestión de su especie, y que eso
les ocurra antes o después sólo es función de cuánto tiempo tarden en alcanzar
el peso o tamaño ideal para ser asfixiados, degollados, electrocutados,
hervidos vivos o desollados.
La cifra de asesinados depende de la fecha de que se trate. Hay
algunas con una demanda mucho mayor de langosta, de ternasco o de bolsos de
piel, y estos catorce días vienen con hambre de banquetes, ropa y complementos.
Desfile de cadáveres en el supermercado, en la planta de moda o en el
mercadillo, aunque despellejados, hechos filetes, lavados, curtidos o tintados
ya no lo parezcan tanto. Por eso los mataderos o las granjas tienen muros tan
altos e inexpugnables, y los mostradores de las carnicerías o las estanterías
de los outlet son tan ergonómicas y accesibles.
Cuando la magia de la navidad no sea únicamente para los que
pueden comprenderla o celebrarla, y cuando los deseos de paz y amor no queden
circunscritos a la especie que la inventó yo recuperaré mi espíritu navideño
infantil, pero hasta entonces no perderé el espíritu crítico de un adulto que
cree que otras pautas de consumo son posibles porque otra ética es necesaria.
Imprescindible.
Ya
no queremos sentar a un pobre a nuestra mesa el 24 de diciembre, lo que
deseamos es que no haya pobres. Bienvenidos al progreso moral con una pata,
sólo nos falta sacar la otra del fango, y no volver a poner encima ni debajo de
esa mesa criaturas que sufrieron de modo espantoso para que pudiéramos echar
sus pedazos dentro de nuestra boca o meter nuestros pies dentro de su piel.
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