Pero nos mintieron, lo hicieron al menos en un aspecto en el que pervive una forma de abuso y despotismo que implica el desprecio absoluto hacia algunas criaturas, que nos retrotrae a las tradiciones más bárbaras del pasado, que alimenta un especismo feroz y que ensalza la más miserable iniquidad. Un episodio que nos aleja por la vía de la sangre de naciones que contemplan avergonzadas y horrorizadas cómo en España, la tortura es un patrimonio cultural.
Las corridas de toros son un insulto a la razón y a la sensibilidad; son la introducción forzosa en el estómago de todos los ciudadanos, de un espectáculo que atenaza las entrañas y descompone el ánimo. La lidia constituye una vía legítima, que no tolerable, para que el ser humano derroche su violencia, y el amparo oficial significa la aquiescencia de la Administración con conductas execrables que el no haber superado todavía, demuestra cuán hipócrita es el envoltorio de las promesas vertidas por unos poderes que amparan tal rastro de crueldad.Pero no toda la culpa es de los gobiernos, tan proclives a supeditar la ética a oportunismos electoralistas. Los egoísmos biológico, psicológico y moral constituyen pautas de conducta bastante extendidas en la sociedad y una muestra, igual de representativa que de chabacana, referida a la cuestión de la tauromaquia, la tenemos en las recientes declaraciones de Joaquín Sabina: “No vayan a los toros si no quieren pero dejen de tocarnos los coj…”.
Lástima que algunos de los que les gusta vestirse de revolucionarios, sigan sin desentonar con aquel gris de un NODO que nos traía las imágenes de la “faena” en una arena tan manchada de sangre ayer como hoy. La libertad no sólo vale con venderla en campaña o con cantarla, hay que demostrarla y por encima de la del aficionado a asistir a la plaza, está la del toro a no morir en ella.
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